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OPINION
Por: Alejandro Cussianovich33 años de la Convención sobre los Derechos del Niño ¿qué debemos conmemorar?Estamos en las vísperas de los
primero 33 años de la Convención sobre los Derechos del Niño, que evidentemente
marcó un momento importante a nivel global. El propio texto nos alerta sobre
las tenciones al ponerse de acuerdo para elaborar planes nacionales y locales,
de lo que podríamos llamar asegurar desde el Estado que este sea garante de
estos derechos reconocidos y proclamados. Sin embargo, al llegar a estos 33
años, considero que no debemos ponernos eufóricos porque se tiene una
convención. Pero tampoco estar deprimidos ni con cara de viernes santo, como si
nada se hubiera hecho en el mundo y nuestra región. Creo que este espacio,
Inversión en la Infancia y Salgalú, representan un esfuerzo terco para
recordarnos que esta convención no tiene que ser letra muerta. En esa línea, es evidente que la
pandemia ha significado un parteaguas, que nos ha permitido dos cuestiones
fundamentales. Una, reconocer las graves limitaciones de lo que se ha venido
haciendo frente a la problemática de las infancias. Dos, la complejidad para
encarar una forma alterativa y alternativa a la real situación. Por eso, esta
pandemia nos he permitido reconocer qué no veníamos haciendo en la práctica,
aunque lo señalemos en textos, declaraciones, pronunciamientos, pero no en la
práctica. Es cierto, es necesario un plan
de acción, pero esto trae como consecuencia analizar quién lo ejecutan, qué
preparación tienen los que ejecutan este plan. ¿Necesitamos un plan para
expertos, para los que conocen a la infancia o para la ciudadanía a fin de que
pueda ser una interlocutora frente al Estado, garante del ejercicio y vigencia
de los derechos de las niñas y niños? Por eso, es fundamental contar
con planes concretos por las infancias. Pero ¿los tenemos? Ante esto, vuelve la
pregunta de fondo, cuán preparados estamos a otros niveles. Esto ha desnudado
la pandemia, poner sobre el tapete cuánto de palabra hay que no está refrendada
por una práctica social, política, ética y cultural, que pueda permitir encarar
esos problemas que un plan suele poner de relieve. A esto Boaventura de Sousa
Santos llamó “la brutal pedagogía de la pandemia”. |