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OPINION
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Sobre el maltrato infantil

En la historia de la humanidad, según nos recuerda Philippe Ariès, los niños, en tanto experiencia que forme parte del mundo de los adultos, demoraron mucho en nacer. Antes del Siglo XII, el niño existía en tanto que organismo vivo, pero no tenía existencia para los otros, pues carecía de alma y no era parte del conjunto de los seres humanos. Hasta entonces, vivían una vida silvestre, similar a la que pudieran tener los animales del campo.

Es sólo a partir del momento en que el niño es nombrado como tal que se inventan los vestidos, los alimentos y remedios para niños, y que adquiere valor en instituciones como la familia y el matrimonio, así como para las reglas de urbanidad y los ideales educativos. Con ello se generan las condiciones para que sean amados y protegidos, pero también para su maltrato, en la medida que se buscará educarlo, a su pesar, según los ideales, siempre inalcanzables, de la sociedad.

Algo similar ocurre en las historias familiares. La existencia de un hijo no siempre coincide con la evidencia de su existencia orgánica, con la observación de su imagen mediante la ecografía o incluso con su nacimiento, sino que ocurre en otro tiempo, en el encuentro con algo suyo que moviliza el deseo de sus padres y les permite incorporarlo en su mundo de representaciones y sentimientos.

Un médico, que había presenciado, según sus ideales de buen padre y esposo, la ecografía de su hija, refiere que comenzó, en verdad, a preocuparse por su suerte y a dirigirse a ella desde el momento en que sintió sus pataditas, las que vinieron –dice– en respuesta a su incrédulo llamado. Una madre adolescente contaba que tomó conciencia de la existencia de su hijo cuando tuvo que ser hospitalizado por una neumonía que contrajo de tanto llevarlo, por las noches, en sus salidas a discotecas.

Se desprende, de lo dicho, que para que un niño exista debe haber un deseo que lo permita. Es a partir de este hecho que se nutrirá no sólo de leche, sino de palabras y aspiraciones, que le presten un deseo de vivir.

Por lo demás, si no existe el soporte de un deseo, quedará abandonado y expuesto al maltrato, a la tortura y al abuso, como ocurre con Clareece, personaje central de la película Precious.

Este deseo, estas palabras, constituyen las cartas con las que cuenta un sujeto en su partida. Pueden ser buenas o malas. Éstas determinan, sin duda, los márgenes y las posibilidades de su juego. Pero están también las jugadas que el sujeto (por pequeño que sea) realiza. Clareece –como Olga Montón muestra– contaba con las peores cartas y con jugadas que empeoraban sus condiciones, pero a partir de un buen encuentro, con un profesor que cree en ella y con una institución que le pregunta por su deseo (“¿Qué es lo que mejor sabes hacer?”), pudo invertir el curso de su historia. Invertir en la infancia no es sólo un asunto de presupuesto; se trata de invertir también tiempo para pensar, pensar qué es un niño, qué esperamos de él, qué lugar de existencia tiene: en la familia, en la institución, en el país. Y frente al maltrato, se requiere invertir la lógica: escucharle, uno por uno, sin masificar, para ofrecerle la posibilidad de poner en palabras sus sentimientos, tomar distancia del horror y decidir, tal vez, “invertir”, también él, su situación.

Alfonso Gushiken Miyagui, médico, psicoanalista, máster en salud pública, especializado en salud mental y máster en Ciencias Sociales. Profesor Asociado del Departamento de Salud y Ciencias Sociales de la Facultad de Salud Pública y Administración de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Consultor en Salud Mental de la Defensoría del Pueblo . Consultor del BID e investigador en violencia urbana y violencia juvenil.

(1)Ariès, Philippe. El niño y la vida familiar en el antiguo régimen. Madrid, Ed. Taurus, 1987.

(2)Gallo, Héctor. Usos y abusos del maltrato: una perspectiva psicoanalítica. Medellín, Ed. Universidad de Antioquia, 1999.

(3)Montón, Olga. Precious. En: "El Séptimo". Tertulia de Cine y Psicoanálisis. Comentarios 8ª Temporada..

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