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OPINION
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Por un nuevo contrato social desde la no-violencia contra los niños y niñas

No se trata de evocar a Gandhi, sino de hacer actual su práctica histórica que hoy tiene pertinencia absoluta cuando atónitos conocemos los niveles de violencia que en el mundo se cultivan, y muy particularmente contra los niños y niñas desde su más tierna edad. En el Informe elaborado por Paulo Sergio Pinheiro, el seguimiento al mismo que viene haciendo también por encargo de las Naciones Unidas  Marta Santos Pais, Representante Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre Violencia contra los Niños, expresan una voluntad política de poner fin a un fenómeno vivo –y con alarmante frecuencia aun silenciado- en prácticas tan privadas como en el ámbito doméstico, en el espacio familiar, y tan extensas que no distinguen niveles ni estatus social, ni género ni edad. Podríamos decir que estamos ante una nueva versión de lo que en el año 1968 se denunciara como la “violencia institucionalizada” al hablar de América Latina y el Caribe.


Lo que está en juego es la biología de la dignidad

La violencia contra los niños y las niñas no es sólo un problema para éstos y éstas, es la manifestación del malestar de la sociedad global, de su incapacidad por lograr niveles básicos de humanización, es inequívocamente una muestra de las dolorosas paradojas entre los avances científicos, tecnológicos, la acumulación de conocimientos y de riqueza, y la ceguera que provoca el poder para dominar de la mano con la necesidad de cultivar -como mecanismo de auto ocultamiento moral- lo que se ha dado en llamar la razón cínica, indolente.

Toda forma de violencia contra los niños y niñas toca de forma abierta o encubierta la dignidad de ellos y ellas, de forma consciente o de forma subliminal, y con impacto directo e inmediato o de forma diferida. De allí lo borroso y vivencialmente poroso de eso que se califica como castigo o violencia leve, ligera, casi circunstancial, en el presupuesto que es rápidamente absorbida sin dejar mayores huellas en el ser humano interior que es cada criatura. Incluso pareciera que la experiencia de tantos y tantas que fueron víctimas de algunas formas de castigo o violencia, justificara que ésta no tiene las secuelas traumáticas con las que se pretendería alertar y argumentar en campañas como “¡No al castigo físico y humillante!”.


Una mirada otra sobre el cuerpo: distinguir no es separar

Lo que conocemos como violencia psicológica es violencia sobre el niño todo. No hay violencia psicológica fuera del cuerpo, como no hay subjetividad fuera del mismo. Distinguir no es dicotomizar, escindir, dualizar. Somos nuestro cuerpo, es allí donde nos vamos haciendo humanos o perdiendo nuestra condición de humanizados. Pero la violencia ejercida por sus agentes pretende hacer del cuerpo el lugar del entendimiento, de la comprensión vía el dolor, el escarmiento vía la tortura.

Y es que hay violencias más escamoteadas y que no suelen llegar a las instancias de denuncia y corrección. Entre ellas, las relacionadas a las que podría padecer el niño o niña por el trato a la madre parturienta, cuando, no obstante la buena voluntad del personal de salud, muchas mujeres en los hospitales se ven guapeadas para apurar el parto, para pujar más…Y es que el tiempo en sociedades marcadas por el apuro, por hacer las cosas cada vez con mayor rapidez, es un componente central en el manejo de las relaciones entre la sociedad y las nuevas generaciones. La manipulación del tiempo que ejerce la sociedad adulta frente a los niños, configura formas de violentación de procesos que normalmente tienen que ver con las torpezas que suelen mostrar los niños para ciertos aprendizajes en casa, en su higiene personal, en la comida, en el vestirse, en el entretenerse en otras cosas, el difícil prestar atención a lo que quisiéramos los adultos, etc. Las reacciones nuestras suelen ser de impaciencia manifiesta, de apelativos subidos de tono, de gestos y hasta de castigo físico permanente en el tiempo, de consolidación de indicadores de buen niño, niña, como el obedecer inmediatamente, el callarse, el reprimir el llanto, etc. De lo que se trata es del tipo de vínculos que todo ello crea. Paradójicamente, se intenta crear un vínculo que favorezca el desarrollo del niño y terminamos creando uno de carácter perverso, es decir, que está teñido de resentimiento, de fastidio y hasta de rechazo y desafección que se van acumulando.

Necesidad de lenguajes que inviten a estar bien

De distintas formas la violencia contra los niños perturba el lenguaje, rompe la comunicación y crea distancias. El lenguaje de la violencia es un lenguaje desvinculante. Cuando ejercido por personas que debieran ser el signo de vinculación armoniosa, afectuosa y que genere estabilidad, como con los padres, los educadores y el resto de personas, incluidos los funcionarios públicos y autoridades, es fácil adivinar los estragos que ello produce en personas que van creciendo y madurando. El silencio deviene entonces en un elocuente lenguaje del sufrimiento que acompaña la soledad y aislamiento de quien lo padece. En sociedades violentas como las dominantes, el despojo de la palabra, la insignificancia de la voz de los niños y niñas constituye  un factor de no-desarrollo humano sostenible y un indicador preocupante.

No obstante, podemos reconocer, en los propios niños, avances embrionales, aunque muy significativos, respecto a no considerar más la violencia ni como una estrategia de prevención de eventuales desvíos y comportamientos reñidos con el bienestar, ni como un derecho que asista a otros para ejercer impunemente dicha violencia por considerarla natural o corriente en una cultura dada.

En vísperas de cumplirse 22 años de la Convención sobre los Derechos del Niño es un imperativo abrir una reflexión a nivel nacional sobre los resultados del Informe de Seguimiento del Estudio de  Naciones Unidas sobre la Violencia contra los Niños, así como los aportes de la investigación reciente de Grade (Grupo de Análisis para el Desarrollo) sobre este delicado tema.

Un nuevo contrato social dese la no-violencia contra los niños no sólo es éticamente necesario, sino políticamente posible.


Alejandro Cussianovich, educador y miembro del Grupo Impulsor Inversión en la Infancia.


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