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OPINION
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Realidad del campesino andino

Históricamente, la zona rural estuvo dedicada a la actividad agropecuaria de subsistencia por su aislamiento de los circuitos de mercado y la desatención de los gobernantes en los servicios básicos, como salud, educación y otros.

Ante esta ausencia del Estado, el poblador rural considera que esta discriminación no cambiará en el tiempo, y con estas condiciones de vida normalmente tienen varios hijos,  la mortalidad infantil es alta y lo asumen como parte de su realidad, y por falta de capacidad de inversión y su resistencia al uso de tecnología externa no mejora su producción y la amenaza de la desnutrición infantil se consolida en la familia. Pero también se consolidan sus valores heredados, como la solidaridad, la tolerancia y otros.

Mientras esto sucede en el campo, en la ciudad los temas de desnutrición y pobreza aparecen como grandes “temas” de desarrollo, se dispone mucho presupuesto, se gasta en eventos, foros y otros similares, apareciendo grandes propuestas, como, por ejemplo, que tenemos que hacer obras de infraestructura. La familia campesina está asustada por la construcción de estas obras de infraestructura y que las mismas impliquen que los jóvenes sean sacados de la familia rural como mano de obra no calificada,  o como empleadas domésticas.

Ahora la familia rural no solo está desnutrida, sino también está asustada y triste, por la salida de sus hijos. En ese escenario recibe la visita de gente que le trasmite la necesidad de tomar las armas para llegar al poder, para así conseguir gobernar juntos, condicionándolos a que si no están con ellos los matamos; desorientada, la familia campesina no sabe qué actitud tomar, no sabe a dónde ir.  A eso se adiciona la posibilidad de perder lo único que tiene: su vida y su familia.

Luego aparecen los dirigentes políticos y no necesitan que sean parte de ellos, sino que voten por él, les prometen protegerlos, devolverles a sus hijos, darles alimentos y ropa. En  ese escenario aparecen los programas sociales asistenciales, adicionando un sentimiento a la familia campesina de ser inútiles, acrecentando más la desintegración de su familia.

Esta es una secuencia muy ágil y resumida de la realidad de la familia rural, llegando a tener familias desintegradas, atemorizadas, inutilizadas, que desalentadas se resumen a una sola frase: “soy pobre”.

¿Qué tenemos que hacer? Reconstruir la familia rural superando los traumas generados por agentes externos a sus familias y abrirles una puerta con oportunidades para que puedan mostrar sus capacidades, para así generar hijos competitivos. Para ello, tenemos que empezar reconociendo el conocimiento ancestral del hombre del campo, y que los diseñadores citadinos de desarrollo rural cambien su esquema en sus planes y programas. Esto va a suceder generándose un modelo en la construcción de este país de abajo para arriba,  es decir que desde las regiones podemos devolverles la fe a las familias campesinas y eliminar el “beneficio” de la pobreza, evitando que la sea un gran negocio, sustituyéndola por el beneficio de ser emprendedores.


Elías Segovia, presidente regional de Apurímac.


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